jueves, 18 de agosto de 2016

Sirena Varada

Sus pechos pequeños y cálidos se endurecen en las manos. La piel se eriza y se le antojan duraznos. Tienta el hambre y la boca paladea. Sabe a cilantro, a tabaiba y a drago. Las manos la aferran y ella mama, hambrienta. El pezón se endurece al tacto de la lengua. La piel arde y el fuego guía como un mapa. Se detiene en el vientre, cruce de caminos. Carne tierna de madre que albergó dos vidas. Su ombligo es el centro alrededor del que gira; el piercing, ancla para resistir la tormenta. Los labios bajan hasta encontrar la perla. Tesoro soñado en todos los naufragios. Huele al fondo del mar donde habita. Sirena de tierra adentro, diosa de las marejadas. La mira y su cara es la de una niña, se han borrado de la piel los surcos del tiempo, su pelo rojizo es como las olas, algas que se extienden como un arrecife. Su garganta ruge como bufadero, y su aliento es ciclón hasta que torna céfiro.

Despierta lentamente, se quedó dormida. Fue náufraga aferrada a un resto de naufragio. Le venció la tormenta, la hondura, el arrecife. La sirena mira absorta por el hueco de la cortina. Se filtra el sol del atardecer a través de la ventana. Su cuerpo brilla etéreo como el de un espejismo. Fantasma que se desvanece al atardecer el día. La mira y sonríe con tristeza en los ojos. «He de irme, él espera» dice mientras se viste. La besa en los labios que aún saben a sus labios. «¿Lo entiendes?» «¡NO!»  grita su alma, pero su cabeza asiente.

No se atreve.


Will Murai


Relato por Brenda B. Lennox © 

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